21.3.07

¿Mismo origen, mismo fin? {Texto 1, Parrasio}



En un relato que puede parecerse más a un guión de película gore que a una práxis realizada por un maestro de la antigüedad como Parrasio, Séneca Padre narra el proceso de tortura de un prisionero de guerra adquirido por el pictor atheniensis para que le sirva de modelo para pintar un Prometeo. Advierten quienes lo rodean que Parrasio se está extralimitando, pero éste argumenta que es suyo y le pertenece por derecho. El clímax del relato llega cuando Parrasio encuentra la expresión de agonía que buscaba, justamente en la agonía ad portas de la muerte del viejo prisionero y le dice "Sie tene"1 (Quédate así). Esto es bello, "es el dios detenido"2, es una obra que trascenderá el tiempo y el pictor lo sabe, persigue esa grandeza, ese ethòs que hará que "los hombres entren en la memoria de los hombres"3. Parece un sacrificio pequeño con tal de representar a un dios como se debe.

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Hoy en día, esa práxis resulta impensable, desechada inmediatamente por el modo de vivir actual, condenada ferozmente por las leyes de Derechos Humanos y, (aunque obvio) para nada menor, por el sentido común. Pero es, quizás aún, anhelada en secreto. Es que nada hace más grande a la historia que se quiera contar, ya sea audiovisualmente, experiencialmente, mediante la palabra o mediante la imagen, que el sufrimiento que lo hace a uno ponerse en los zapatos del otro. Es Anakin Skywalker arrastrándose sin brazo ni piernas al borde del río de lava, gritándole a su Obi Wan Kenobi "¡te odio!". Es el pensamiento de un niño pequeño que al recibir una reprimenda, fantasea acerca de su propia muerte y su funeral, pensando "cuándo yo me muera, sabrán mis padres lo que es sufrir". Es Vicente Larrea matando un pájaro para tomarle una fotografía y hacer un cartel que pasará a la historia.

En febrero, vi un documental de la BBC llamado "Cómo el Arte Hizo al Mundo" 4, dirigido por Robin Dashwood, cuyo segundo capítulo ("El día en que nacieron las imágenes" ) trataba acerca de los albores de la pintura y llegaba hasta el momento en que el ser humano sabía que lo que estaba viendo era una pintura y no la realidad, por muy hiperrealista que la pintura fuese. Fue un gran paso el que dio, pues antes de eso, el concebir el concepto de bidimensionalidad en una imagen era simplemente inexistente, porque en la realidad no existe lo bidimensional. Sin embargo, mucho antes de ese paso, se producían imágenes. 30.000 años antes. ¿Cómo puede ser esto posible?

Los arqueólogos descubrieron en dos lugares muy alejados de Europa, diseños pictóricos rupestres con elementos en común. Uno dentro de una caverna, representaba animales de la zona pero que estaban intervenidos con tramas de círculos y retículas con polígonos prácticamente geométricos. El otro, no estaba en una caverna, sino en un acantilado, y representaba a un enorme bisonte con los pelos de punta, los ojos desorbitados y las piernas cruzadas, que estaba sujeto por la cola por una figura antropomorfa que compartía los rasgos del bisonte. Esta figura era "decorada" por diseños muy similares a los que se encontraron en la caverna.

El conductor del documental, Nigel Spivey, se dirigió hasta un centro de estudios neurológicos donde se había llevado a cabo un experimento visual en más de 1000 sujetos. Estos de ponían unos lentes especiales, una especie de antiparras con luces LED que se encendían y apagaban rítmicamente según le sindicara el operador que dirigía el experimento. Los sujetos observados permanecían con los ojos cerrados y describían las imágenes (muy similares, mi parecer a lo que Donis Dondis5 describe en "La Sintáxis de la imagen" como «post-imágenes») que se generaban en su mente. Estas imágenes eran sorprendentemente similares a las encontradas en los motivos de las pinturas rupestres, y aún más sorprendente era la similitud de las descripciones de los sujetos frente a iguales impulsos de luz. La conclusión era que esas imágenes están en la mente de todas las personas y salen a flote con los estímulos indicados.

Si pensamos en que los que pintaban en las cavernas estaban en un ambiente muy oscuro y que recibían estímulos de luz potentes cuando salían de las cuevas para hacer más pigmento o para descansar, entonces podríamos decir que estas imágenes aparecían ante sus ojos, como algo que no pertenecía a la realidad y que por lo tanto, debía corresponder a otro plano: al de la imaginería, a un plano donde no existe lo 3D. Pero ¿qué ocurre entonces con las pinturas encontradas en el acantilado? ¿a plena luz? pues la respuesta fue que también eran producto de la imaginería, pero por otros estímulos: las sustancias psicotrópicas que usaban los chamanes para entrar en trance. Eso explica por qué el bisonte, un animal con el que la tribu del acantilado convivía, aparecía compartiendo rasgos con la figura antropomorfa que lo sujetaba de la cola, rasgos que exhiben los bisontes cuando están muertos: el chamán estando en trance veía el bisonte y se relacionaba con el en un plano elevado, compartían un mismo impulso de vida, un mismo instante de muerte.

Esto se parece mucho a lo que dice Parrasio acerca de sus visiones nocturnae y cómo las imágenes se le aparecián en sueños, sabiendo entonces cómo debía retratar a Heracles: «Puede verse aquí al dios tal como a menudo, en las tinieblas de la noche, se me apareció en sueños»6.

¿Somos entonces, todos capaces de ser grandes creadores de imágenes? si éstas habitan en el cerebro de todos, esperando sólo el estímulo adecuado para liberarse, si las imágenes acuden a nosotros en estados de trance inconsciente, ¿seremos también capaces de abandonar la ética, como lo hizo Parrasio, en pos de un fin mayor?

1. "El sexo y el espanto", Pascal Quignard, Minúscula. Barcelona, 2005, pág 33
2. "El sexo y el espanto", Pascal Quignard, Minúscula. Barcelona, 2005, pág 42
3. "El sexo y el espanto", Pascal Quignard, Minúscula. Barcelona, 2005, pág 41
4. http://www.bbc.co.uk/sn/tvradio/programmes/howart/programmes.shtml
5. “La Sintaxis de la Imagen: Introducción al alfabeto visual", Donis A. Dondis, GG Diseño.
6. "El sexo y el espanto", Pascal Quignard, Minúscula. Barcelona, 2005, págs 32, 39

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